sábado, 17 de septiembre de 2011

impotencia.

   Sube despacio, una a una, las escaleras de un edificio alto. Los dedos de los pies comienzan a dolerle pues lo que siente no es la carne sino el hueso rozando amargamente el suelo. Arrastra su cuerpo maldito hacia arriba, la visión nublada, el alma pidiendo ser salvada, el cuerpo pidiendo comida.
   Un resbalón repentino y todo se vuelve del revés. Ahora el hueso de su mano se aferra, aterrorizado, al escalón, y su torso lo acaricia como a un amigo, con un rozamiento óseo, como si de una piedra más se tratara. Al levantarse deja un ácido rastro de cabello, de porciones de vida que, como hálitos, quieren huir de algo tan demacrado, y se esfuman, con cada gramo.
   Ella lo sabe y aunque el miedo la encarcela, no desea más que llegar al fin del edificio, a la utopía que en la azotea la espera, en forma de piernas delgadas, de brazos delgados, cintura bonita. Y sí, repite, lo sabe, sabe que su juego es peligroso, que el precio a pagar es alto, que el camino que le queda por recorrer no puede más que hacerlo ella sola, que no tiene más remedio que alejar al fantasma.
   Y sigue caminando, y en cada escalón apoya un hueso y no un pie. El dolor de forma irónica, la saluda desde los pisos inferiores, sonriendo, animando, a punto de partir. Esperanzada, deseando que acabe el martirio, acelera el paso pero de emoción, vuelve a caer, y esta vez cuesta el doble levantarse. Ni una excepción más, se jura, ni una, y enfoca con la mente la idealizada meta.
   A su alrededor se extiende ahora un laberinto de espejos, de cristales pálidos, objetivos, realistas, pero, obcecada en su propósito, no se detiene a observar lo que la rodea, no se detiene a entender. Y es que más tarde lo sabrá, y cuanto más alto camine, desde más alto caerá.
   Y es que desde el fin, la caída será mortal.

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