sábado, 17 de septiembre de 2011

amor

Bailaba sola, con un acompañante invisible, con una pareja en sus sueños, delimitada, sabiendo cómo sería, de rasgos bien definidos. Él la tenía por la cintura, los zapatos de tacón resbalaban por el salón, con un vals de fondo, maravillosamente bailado, al compás, perfecto.
De pronto, la pareja se vuelve corpórea, ya es real, se dice ella, no baila tan bien como en sus sueños pero encaja regular en su patrón, y ante todo, sabe bailar junto a ella. Se deslizan, sonrientes, en una perfección que parece inacabable, compenetrados, conociéndose, poco a poco. Al principio van despacio, más tarde la velocidad se acelera y repiten los mismos pasos, una y otra vez, una y otra vez. Una pirueta de pronto y vuelta a la rutina anterior, cada vez más rápida, cada vez la conocen mejor.
Y entonces él la pisa sin querer, distraído, y ella deja escapar una lágrima que, minutos después, bien seca, baila de nuevo sonriente.
Continúa el vals, y no se detienen, sienten algo mágico, se pegan el uno al otro, se funden al bailar, unas veces más que otras...
Y otra vez trastabillan, las lágrimas explotan, humedecen el desierto de felicidad con agua de desesperación y decepción. Y esta vez tardan en secarse, ya no son iguales, dejan una marca en seco que jamás se disolverá.
Y así llega la tercera caída; indiferencia del hombre, dolor en la mujer, lágrimas de ella, sorpresa de él. Y ahí.
Y ahí todo acaba, la pareja se desvanece, los zapatos de tacón se detienen sin disfrutar, sin disfrutar siquiera de aquella sombra utópica del mejor bailarín, y ella se desploma, sobre el gélido suelo, incapaz de moverse, incapaz de desear seguir bailando.

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